domingo, 22 de abril de 2012

La señora del supermercado

Una tarde, en la planta baja del supermercado, dónde están las hortalizas, la fruta, el pescado, la carne, los congelados, las bebidas y el aceite, mientras revisaba la lista de la compra y no encontraba cebollas tiernas, la vi.

Ahí estaba, aquella señora maravillosa, observando y removiendo los puerros. La observé lo que me pareció largo rato, lo que en realidad tal vez fueron 30 segundos no se pudo medir porque no existía. Porque el tiempo en ella y en aquellos ojos profundos y marchitos hacía ya mucho que parecía no suceder.

Tenía los ojos pequeños, pequeñitos e inmensos de océano lejano. Retenía en ellos el abanico, la gama, el azul en todas sus fracciones. Tenía unos ojos tan, tan tristes... una mirada tan cansada, tan indiferente, tan aterradora. Tan moribunda y desolada, tan sufridora y anegada. Tan vacía, tan fría. Tan muerta, tan vieja. 
Me crucé con ellos un breve instante, un breve instante en el que me asfixiaron, en el que me traspasaron, en el que mi maltrecho cuerpo dejó de tener forma, en el que me arrebató la vida. Miraba desde ellos sin ver nada, y del mismo modo reducido a nada quedaba cuanto miraba. Te convertía en piedra como sus circunstancias la convirtieron a ella.
Aquella señora no necesitaba pronunciar palabra, no necesitaba gesticular, todo cuanto era gritaba desde sus cornéas, aprisionado, ahogado, mutilado, inherte, tempestuoso.

Era tan bonita, tan fascinante, tan rugosa, tan frágil su organismo y tan duro todo lo demás. Me acerqué a pesar unos pimientos verdes mientras ella terminaba de etiquetar sus puerros, me acerqué y cuando estuve tras su espalda, dije:

- Sabía usted que es una mujer preciosa? - 
No supe que estaba hablando hasta que me escuché haciéndolo.

Se giró lenta y cuidadosamente, volvi a quebrarme bajo aquella mirada desgarradora, bajo aquella tempestad, bajo aquella mirada de posguerra. Pero de repente, sonrió y sonrieron sus ojos. Todo lo que antes era el frío y oscuro fondo del océano trascendió a la fina y delicada capa del mar al sol, dorada y cegadora, al rumor de las olas llegando a la orilla, a la tortuguita recién nacida que emerge de la arena y a duras penas logra conquistar el agua salada.

Me sonrió, sonrió como si hasta aquel momento desconociera lo que es una sonrisa, me sonrieron sus ojos y se fue con ello lenta y cuidadosamente, se fue con ello y deshaciéndose en un extraño polen, que la rodeaba y dejaba un rastro tras su sombra, un polen que brillaba como una manada de luciérnagas. Y a medida que este surgía se volvía ligera y fugaz, joven y niña, campo de trigo y brizna de hierba.

Se fue con su sonrisa y con mi sonrisa de abeja.  
Y cuando tengo un mal día me devuelve la sonrisa y la lluvía de estrellas.