Hace algún tiempo, en algún lugar muy, muy lejano, existió alguien tan y tan escrupuloso, que no bebía si quiera agua por todos aquellos quienes hubieran podido tocar el plástico de la botella, o por el simple hecho de correr por una cañería. Llevaba la uña del dedo pequeño de la mano derecha manchada siempre de pintura naranja, y era incapaz de levantar el extremo izquierdo del labio superior en muestra de desagrado.
Y digo existió porque murió de escrupuloso.