Una mañana abrí los ojos y no vi nada. Se me había
colado dentro.
No puedo decir exactamente cuantos fueron los días
que se fueron desde que me cegó su luz.
Si me paro a sentirlo es apenas un suspiro. Un
conjunto de suspiros.
Recuerdo el silencio como algo doloroso, veo sus imágenes
pero no oigo su voz. Creo que esta vez he conseguido llegar de verdad a las
nubes, y no las he reconocido cuando flotaba sobre ellas.
El viento y la calma, y el cielo girando. Siempre
girando.
Creo en la luz que hay en las personas, desconozco
si somos realmente polvo de estrellas y desconozco que hay ahí fuera. Ni si
quiera conozco que hay aquí adentro.
Tal vez todo sea un cuento y creo en él y en su
polvo. Y en sus caderas, y en sus pezones. Y en su boca de fresa y en sus ojos
de oliva.
Pero esa luz que a veces la alcanza y se me cuela en
el pecho aunque la piel, no me la toca, me cuenta cómo se cayó del cielo cuando
se rompió su estrella.
Y creo en ella.
Sigo su luz allí donde brille y cuando intento mirar
atrás, no veo nada.
Nunca me detuve a pensar qué pasaría si se apagara,
y una mañana abrí los ojos y no, no vi nada.
Ella estaba en todas partes. Y a mi me picaba tanto
el tobillo izquierdo…
Se me había colado dentro, en las articulaciones, y
no me podía mover.
Creo que he perdido la cabeza por una mujer.