sábado, 9 de febrero de 2013

A veces ni si quiera cruzo cuando el semáforo está en verde. Observo a la gente cruzar de lado a lado, observo como se impacientan y se arriesgan a cruzar cuando aún el semáforo alumbra en rojo y ningún coche está lo suficientemente próximo como para llevárselo por delante.

A veces ni si quiera cruzo cuando el semáforo está en verde y no existe ningún viandante. A veces ruge extrañado algún coche en la ciudad dormida, mirándome, retándome, burlándose de mi. A veces, ni si quiera existen vehículos, y podría cruzar al otro lado sin esfuerzo, revolcándome en la acera, cantando de alegría, volviendo a tener 5 años cogida de las manos de mis padres y saltando de raya blanca a raya blanca como si me columpiara.

Pero siempre espero y dejo que los coches avancen. Como dejo que avancen otras bocas y besen la boca que quiere besar la mía.

Me sujeto fuertemente a mi propia pierna, rodeándome. Como un poste eléctrico al que sólo un ciclón o una tormenta de viento puede desestabilizar y ejercer de mano ejecutora, de jardinero que efectúa un trasplante de lugar y de abono, y poda mis raíces. 

A veces, cuando veo una de esas películas de comedia "romántica" en las que uno de los protagonistas cruza aceras abarrotadas provocando atascos y deteniendo coches con la mano, saltando incluso por encima de algún capó, casi sueño con ello. Pero, a quién pretendo engañar? No soy ocurrencia de cualquiera.

Hay días en los que no toco con los pies el suelo, avanzo clavándome en los ojos de la gente, con los pies cerrados. Distraída y sin rumbo, drogada en manos de los secretos que se esconden en los entrecejos. No me pregunto qué sucede, nunca sé a dónde me arrastran. Me acomodo en su profundo sueño, mecida entre sus dedos de ola. 

Camino levitando, con ojos de sol tras la lluvia, con ojos de sol que alumbra a las 16.00 de la tarde, sonriendo a todos los desconocidos que deciden regalarme un instante. Beso todas las bocas y todos los parachoques, acaricio con mi lengua las puntas de las almas que rozan la obesidad, y recojo en el estremecimiento las piedras que no las dejan avanzar. Siento que me ahoga la luz del mundo y que necesito absorberlo todo, así que cojo aire y me llevo con él las aceras, las correas de los perros y los perros, cada edificio, cada ventana, cada polvo. Y me convierto en una mariposa que al batir las alas lo devuelve todo a su sitio, en un lugar diferente del mundo. 

Entonces oigo chasquear un beso, y caigo con los pies en el suelo. El semáforo vuelve a estar en rojo, sigo sin atreverme a cruzar en verde, sigo acariciando mecánicamente la cabeza del alma más obesa del mundo.


domingo, 3 de febrero de 2013

La miraba y veía en ella un gran caramelo rojo sujeto a un palo. Yo, con las manos pegadas al escaparate de un vulgar establecimiento de dulces en un barrio marginal, que bajo el hechizo magnificante de mis ojos de niña era un escaparate de ensueño. Deseaba entonces por encima de cualquier cosa aquel dulce.

Me apresuré decidida y nerviosa a adentrarme en la tienda prometida, me agarré al mostrador y de puntillas pregunté por el precio de aquella gigante bola de azúcar. 


75 pesetas.


¡75 pesetas! 


¡Con 75 pesetas podía disfrutar de tantos otros placeres...! 


Lamí cada curva infinitas veces, por todos sus costados, de todas las formas (in)imaginables, con lametazos cortos e intensos, largos y pegajosos, húmedos y lascivos. La lamí de arriba abajo, alrededor de toda su circunferencia, reduje su radio a mi antojo y la mantuve presa entre mis dientes cuanto quise. Hice de ello un ritual desquiciante que cada vez que terminaba volvía a realizar con más frenesí y ansiedad. Lamí todos sus recovecos, me gustaba seguir con la punta de la lengua el círculo dónde se unía el balón al plástico. Jugaba con ella como juegas con un helado a no dejar que gotee.


Tuve que detenerme en un banco, durante un tiempo me dediqué enteramente a desgastar aquel caramelo. Llevada por el balanceo de mis cortas piernas que no daban con los pies en el suelo. Me dediqué enteramente a ello hasta que mi enfermiza erosión dio con un agujero que me provocó varias llagas en el paladar.  
Entonces, resuelta, me levanté del banco, dejé caer mi ahora minúsculo lollipop rojo y seguí andando.

A veces tropiezo con algún rojo caramelo hecho añicos. Otras veces los encuentro envueltos en partículas de arena. Mis preferidos son los que devoran las hormigas. Y sonrío cuando algún infante recoge alguno en "buen estado"
 y se lo lleva a la boca mirando a los lados, avergonzado y preguntándose si alguien le habrá visto.


Es entonces cuando me pregunto cómo iba a confesarle que mi única pretensión había sido, siempre, la de romperle el corazón.

La dejé temblando y me sentía por ello como un niño con zapatos nuevos.
Mi capricho era que soñara el resto de su vida conmigo. Que, imperturbable, regresara a mi, insistente y suplicante, erosionada y carcomida, una y otra vez.

Pero la súplica no es sólo siempre necesaria; nunca es correspondida.



"¿Cómo puedo sorprenderte?" la oigo decir desde su palo de plástico con su último aliento.

Si lo supiera, me digo, no me sorprendería.