jueves, 17 de enero de 2013

Contigo aprendí a diferenciar el amor de la codicia.

En una ocasión fui íntima amiga de Cristobal Colón; cuando te reconocí. 

De un tiempo a esta parte he aprendido a degustar la comida, a cocinar con calma y delicadeza, a dejar que la zanahoria, la cebolla y el aceite de oliva se lleven consigo en su aroma la tarde y la niebla, el coágulo en el corazón.  


Cuando te conocí, no te identifiqué en seguida. Fueron dos las citas necesarias para que me percatara de tu insaciable halo de oscuridad. Tu cuerpo siempre irradiaba luz, la derrochaba a niveles muy por encima de la desórbita si agujeros negros perfectos como yo se aproximaban a ti. Existía en tu vientre un monstruo, una boca profunda, un túnel que aspiraba el polvo sin inmutarse, mecánicamente. Te comías silenciosamente la espesura de otras bocas. Succionabas cualquier alma carcomida que se encontrara a 10 metros la redonda de ti, sin importar su sexo, su edad, o su condición, con calma y delicadeza, y sin percatarte de ello. Succionabas caracoles. Y después... 

Cuando oía tus pasos aproximándose caían mis ojos, pensaba en tu nombre y sonreía. Mis pies se mantenían muertos en el suelo, livianos, hasta que la vibración de los tuyos al andar conformaba una descarga eléctrica, una reanimación. Pí, pí, pí.  Y latían de nuevo mis pies, mis piernas, mi entrepierna. Y me sentía como el agua cuando empieza a hervir.
Entonces llegabas, cruzabas la puerta y yo alzaba los ojos pero no permitía que estos se dirigieran a ti. Te oía sonreir, oía como se deslizaba tu abrigo en tus hombros, oía tu calor y tus Buenos Días. Te excusabas por los 5 minutos de retraso que siempre venían cogidos de tu mano. Pedías amablemente y sin dejar en ningún momento de sonreir que abriera una ventana, yo me levantaba y procedía, y cuando me sentaba de nuevo sonreía al decir tu nombre y te miraba, sin lugar a dudas te miraba y sólo entonces... pí, pí, pí. Latía mi pecho con fuerza y latía mi sangre frenética. Se me desbordaba la sangre y el agua, que hervía enloquecida, y bajaba el fuego del 6 al 4, al 3, al 2...  de forma progresiva a la tranquilidad en tu pecho mientras la boca de tu estómago absorvía metódicamente el polvo en mis ojos. Mi ritmo cardíaco se estabilizaba, el aire circulaba por mi cuerpo como si mis pulmones fueran altos y anchos robles, viejos robles cultivados en paciencia que disfrutaban de su nieta, de la brisa, en primavera. Como sauces milenarios que comienzan a cerrar los ojos en otoño para dejar paso al invierno, que se encargará de ulular entre sus ramas para que no se les olvide respirar. Dejando que la zanahoría, la cebolla y el aceite de oliva se llevasen consigo en su aroma la tarde y la niebla, el coágulo en mi corazón.

Cuando te conocí quise colonizarte, anularte, infectarte con cada una de mis enfermedades. Y entonces sentí el enfermizo amor que Cristobal Colón debió sentir por el Nuevo Mundo, hasta que recordé a tiempo el oro y sus objetivos, recordé la causa real de su (in)fortuito encuentro, y no quise ser responsable de la destrucción del primer ser al que veía capaz de masticar sombras y seguir siendo, en su absoluta composición, luz.




Nunca estoy enamorada de una sola persona, y cuando parece ser que sí, no es amor, sino literatura.



domingo, 6 de enero de 2013

El verbo "extinguir" es otro desconcertante concepto inventado por el hombre.  Ni si quiera llega a existir la posibilidad. Ya que nada se extingue, únicamente varia su forma. 

Nada deja de existir tan sólo porque ya no se muestre cómo hasta entonces ha sido conocido. Todo sigue existiendo, independientemente de que no puedas verlo porque desconoces su nueva identidad.
Si quieres tener la oportunidad de decidir o cambiar una identidad, debes ser capaz de generar y ver nuevas identidades.

Y esto es, en resumen, lo único que necesitas saber sobre el peligro.