domingo, 3 de febrero de 2013

La miraba y veía en ella un gran caramelo rojo sujeto a un palo. Yo, con las manos pegadas al escaparate de un vulgar establecimiento de dulces en un barrio marginal, que bajo el hechizo magnificante de mis ojos de niña era un escaparate de ensueño. Deseaba entonces por encima de cualquier cosa aquel dulce.

Me apresuré decidida y nerviosa a adentrarme en la tienda prometida, me agarré al mostrador y de puntillas pregunté por el precio de aquella gigante bola de azúcar. 


75 pesetas.


¡75 pesetas! 


¡Con 75 pesetas podía disfrutar de tantos otros placeres...! 


Lamí cada curva infinitas veces, por todos sus costados, de todas las formas (in)imaginables, con lametazos cortos e intensos, largos y pegajosos, húmedos y lascivos. La lamí de arriba abajo, alrededor de toda su circunferencia, reduje su radio a mi antojo y la mantuve presa entre mis dientes cuanto quise. Hice de ello un ritual desquiciante que cada vez que terminaba volvía a realizar con más frenesí y ansiedad. Lamí todos sus recovecos, me gustaba seguir con la punta de la lengua el círculo dónde se unía el balón al plástico. Jugaba con ella como juegas con un helado a no dejar que gotee.


Tuve que detenerme en un banco, durante un tiempo me dediqué enteramente a desgastar aquel caramelo. Llevada por el balanceo de mis cortas piernas que no daban con los pies en el suelo. Me dediqué enteramente a ello hasta que mi enfermiza erosión dio con un agujero que me provocó varias llagas en el paladar.  
Entonces, resuelta, me levanté del banco, dejé caer mi ahora minúsculo lollipop rojo y seguí andando.

A veces tropiezo con algún rojo caramelo hecho añicos. Otras veces los encuentro envueltos en partículas de arena. Mis preferidos son los que devoran las hormigas. Y sonrío cuando algún infante recoge alguno en "buen estado"
 y se lo lleva a la boca mirando a los lados, avergonzado y preguntándose si alguien le habrá visto.


Es entonces cuando me pregunto cómo iba a confesarle que mi única pretensión había sido, siempre, la de romperle el corazón.

La dejé temblando y me sentía por ello como un niño con zapatos nuevos.
Mi capricho era que soñara el resto de su vida conmigo. Que, imperturbable, regresara a mi, insistente y suplicante, erosionada y carcomida, una y otra vez.

Pero la súplica no es sólo siempre necesaria; nunca es correspondida.



"¿Cómo puedo sorprenderte?" la oigo decir desde su palo de plástico con su último aliento.

Si lo supiera, me digo, no me sorprendería.

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