martes, 9 de octubre de 2012

Es como un mosquito. Como un bebé mosca. 
Da vueltas por tu habitación, incesante, sin ir a ningún sitio.
Aparece en tu campo de visión, desaparece.
Se posa en ti una vez, dos, tres. A veces la espantas y otras dejas que siga haciendo.

Observas como se refriega las patas, con curiosidad piensas que debe estar lavándose. Se lame primero, se frota después.
Se vuelve a ir.
Cuando olvidas su presencia, un fuerte zumbido inesperado te alerta de que sigue ahí, con más intensidad que antes. Te empieza a exasperar, barres el aire con la mano.
Vuelve de nuevo. Barres de nuevo el aire, pero con más agresividad.

Desaparece.

Te metes en la cama y apagas la luz, entonces...... el zumbido de nuevo.
Ahí está, revoloteando alrededor de tu oído. Yo sólo pienso en que no se cuele y me muerda el cerebro.

Y así es tu fantasma, siempre indecoroso y habitualmente molesto. Siempre sucio, siempre impredecible. 
Da igual cuanto de par en par abra las ventanas, mi carne se pudre y no te vas a ir hasta comerte el último gramo. Hasta criar en ella. Hasta que alguien abra la puerta y no quede de mi más que una colmena de moscas.

Aún recuerdo la primera vez que te vi. Cuando abandonaste el salón, aturdida, no conocía nada.
Desconocía  mis manos y desconocía mis pies. Desconocía el cielo y el suelo. Desconocía qué clase de cosa era yo. Desconocía la vida y sólo oía un zumbido, que lejos de remitir me desorientaba aún más. 

Desde entonces tengo el equilibrio roto y me muevo dando tumbos. 
Nunca habían ansiado los mosquitos mi sangre hasta que llegaste tú.

Te imagino en tu colmena, sentada en tu majestuoso trono dando órdenes, tejiendo miel con mi piel. 

En una ocasión conocí a la reina de todos los insectos.



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